
Acelerábamos el paso para llegar cuanto antes a casa. Con mucho cuidado sacábamos el disco de su funda. Lo agarrábamos con las yemas de los dedos del perfil por miedo a mancharlo y que ya no sonase igual. Colocábamos la aguja del tocadiscos con suma delicadeza no fuese que lo rayásemos en el último momento. Y lo escuchábamos al tiempo que leíamos las letras de las canciones impresas en aquel sobre gigante. Poco importaba el idioma en el que estuviesen escritas. Leíamos e intentábamos memorizar esas canciones. Y luego escuchábamos la cara B, que siempre he sentido que era el lugar en el que estaban las peores canciones, pero, con el tiempo descubrí que se escondían hermosas historias. Y después de escucharlo, lo guardábamos con cuidado junto con el resto. Y eso sólo ocurría cuando estábamos solos, porque cuando lo hacíamos rodeados de amigos, la experiencia se multiplicaba y todos nos sentíamos conectados en una vivencia superior a nosotros.
Y ahora sólo hay cedeses. Que nos obligan a sacar lo mejor de nuestra espiritualidad para no coger una recortada y salir a la calle a disparar a todo lo que se mueva, sin importarnos nada ni nadie y todo ello, simplemente porque a alguien se le ocurrió envasar al vacío ese cedé que deseábamos escuchar y sumergirnos en el recuerdo y tratar de volver a recuperar aquella experiencia de tiempos pretéritos.
PD: No sé si cualquier tiempo pasado fue mejor, pero en ocasiones lo parece.
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