A todo eso ayudan los dueños. Dos caballeros de los de antes. Educados, cordiales, serios en su trabajo, agradables en el trato. Ambos peinan canas, visten el mismo batín de peluquero, de barbero mejor dicho, y dominan las artes propias de la profesión. Del mismo modo que se desenvuelven con las tijeras, lo hacen con la navaja o con la maquinilla eléctrica. Tienen la voz dulce, aunque uno sea más parco en palabras, y controlan los tiempos de la conversación con el cliente, al mismo tiempo que satisfacen los deseos del caballero. Se nota el poso de los años de profesión, las miles de conversaciones vertidas entre las cuatro paredes del local.
No quiero olvidarme de las sillas, los típicos asientos de barbero. Recuerdo de niño cómo me encantaba sentarme en ellas y elevarme sobre el suelo, gracias al pedal que accionaba el señor peluquero. Una vez en la ciudad condal vi dos establecimiento iguales, bueno, por la apariencia mucho más antiguos, incluso quienes los atendían parecían llevar toda la vida allí. Estuve a punto de entrar, sentarme y esperar mi turno, mientras escuchaba cómo peluquero (o barbero) y cliente hablaban tranquilamente (porque esa es otra, no necesitas llamar y pedir hora, vas, entras y te dicen, tienes dos delante, o pásate en veinte minutos y eso mola, o por lo menos, eso pasa en MI peluquería). El caso es que no lo hice. Me quedé mirando por el cristal, aspiré esos aromas que me recuerdan a esos fantasmas de los que ya hablé una vez y seguí mi camino. Otro día cuento lo del papelito en el cuello.
PD: ¿Es de suponer que en otros negocios también hay quienes mantienen ciertas tradiciones y actitudes de antaño? ¿Sigue habiendo personas que tratan al cliente con amabilidad y no como uno más? No lo sé, pero estaría bien. A mí, me habrían ganado.
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